MATAR AL ANGEL
"No voy a hacer introspección alguna. Me repito la frase de Henry James: Observar incansablemente. Observar los síntomas de la vejez que se acerca. Observar la codicia. Observar mi propio abatimiento. Con ese método, todo eso se vuelve útil. Insisto en aprovechar esta época de la mejor manera posible. Me hundiré con todas mis banderas desplegadas".
En enero de 1931, a la edad de cuarenta y nueve años, Virginia Woolf habló frente a un grupo de mujeres profesionales sobre su experiencia como escritora y sus intentos de matar al Ángel de la Casa. El ideal angélico, manifiesto en una famosa secuencia de poemas victorianos, era sinónimo de los estereotipos sexuales que seguían siendo dominantes en los años 30. Según el mito, las mujeres virtuosas vivían en un estado casi incorpóreo, elevándose etéreas sobre los impulsos animales y dedicando su vida al bienestar de la familia. Durante su juventud, explicó Virginia, en la última época del reinado de Victoria, todas las casas de clase media tenían un ángel guardián: podía ser un mueble o un objeto hogareño, las cortinas o las cómodas. A pesar de su aura moral, era un cuerpo útil que hacía las tareas domésticas con gran eficiencia, algo muy conveniente para el Señor de la Casa. El veredicto de Virginia sobre este personaje era al mismo tiempo agresivo y compasivo. El Ángel, sostenía ella, "era intensamente amable. Era inmensamente encantador. Era completamente generoso. Se destacaba en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba a diario. Si había pollo, se quedaba con la pata; si había una corriente de aire, se sentaba en ese lugar; en suma, nunca tenía una opinión o un deseo propio, sino que prefería estar de acuerdo con las opiniones o deseos de los otros. Por sobre todo -¿es necesario que lo aclare?- era puro". La condena aparece suavizada por el humor, pero la ira de Virginia inunda este triste catálogo de virtudes. Ese falso ideal la había perseguido durante su juventud, porque era el Ángel de sus padres. Ellos habían adoptado esos valores y habían aceptado la desigualdad de roles que prescribían, porque "en ese entonces era imposible lograr una relación verdadera entre hombres y mujeres". El Ángel había infectado sus vidas de irrealidad. En ciertos aspectos, esa falsedad empeoró después de la muerte de su madre, el primer año de la adolescencia de Virginia. Tras el mito de la virtud hogareña, acechaba la desagradable realidad de que su hermanastro mayor, George, la visitaba de noche en su cuarto para besarla y toquetearla. No había a quién acudir en busca de ayuda o consejo, ninguna escapatoria a la culpa y a la confusión sexual. El envejecido Leslie Stephen estaba demasiado embargado por su pena para advertir la angustia de Virginia. Cada vez más sordo e irascible, sometía a sus hijas a un chantaje emocional insistiendo en que siempre debía haber un Ángel en la casa, y que una de ellas debía heredar ese puesto. Virginia estaba azorada por la debilidad que había transformado a ese hombre, capaz de ser tan sensible, en una persona cruel y ciega a los sentimientos de los demás. Después de la muerte de su padre el Ángel se volvió más insidioso, y trataba de asfixiarla con su sabiduría convencional para evitar que ella pensara y escribiera con libertad, un ultraje ante el que ella se rebelaba con violencia. "Me volví hacia él y lo tomé por la garganta -le dijo a sus oyentes-. Hice todo lo que pude para matarlo. Mi excusa, si me juzgaran en un tribunal, sería que actué en defensa propia." Esta irónica viñeta no consigue dar cuenta de la dimensión y amargura de su lucha, que prosiguió hasta entrada la mediana edad y culminó con el esfuerzo por recrear el pasado en Al faro. En esa novela reconstruyó el mundo de su infancia y dibujó nítidos retratos de sus padres, con el objeto de aflojar el lazo con el que todavía la sujetaban. "Yo pensaba en él y en mamá todos los días -anotó en su diario-. Tenía una obsesión insalubre con ambos; y escribir sobre ellos era un acto necesario." La novela la ayudó a disipar la nostalgia, pero el Ángel, un ser ectoplasmático, regresaba a la vida, ya que "es mucho más difícil matar a un fantasma que a la realidad". Y el fantasma se vestía con disfraces sutiles, sin dejar de explotar la necesidad de aprobación paterna de Virginia. Su siguiente libro, Orlando, una biografía fantástica de su amiga Vita Sackville-West, era una especie de sonata fantasmal en la que su nuevo amor por Vita se fusionaba con el antiguo deseo de satisfacer a su padre. La historia de Orlando, que vive trescientos años y en el medio sufre un cambio de sexo, es a la vez una crónica de la literatura inglesa y una prueba de amor. La transformación del héroeheroína de hombre en mujer refleja la infusión del espíritu del padre de Virginia en el cuerpo de su amante lesbiana. La lógica onírica del libro dice: mi padre (representado por los clásicos ingleses, que él me enseñó a amar) y mi amante (la escritora aristocrática que desciende de nobles isabelinos) habitan un mismo cuerpo, felizmente unidos en la andrógina figura de Orlando. Tres años más tarde, enfrentándose a una nueva década luego de terminar Las olas, una novela austera que retrataba a su propio círculo de amigos y su ética colectiva, Virginia anunció con cierta confianza que el Ángel estaba, por fin, muerto. Ahora entraría en una fase en la que escribiría historias liberadas de nostalgia, yuxtaponiendo la era victoriana con la moderna, al constatar que la tiranía familiar de la primera había llevado al fanatismo político de la segunda. Ella reaccionaría ante el inestable clima político de los 30, escribiendo en defensa de la libertad en una época de campos de concentración. Las olas era una obra de transición, una novela marcadamente intelectual que asume la forma del "soliloquio" de seis amigos. Cuando se los ve en conjunto, el retrato grupal los presenta no como personajes convencionales sino como aspectos diferenciados de un único "ser humano completo": la visión de personalidades superpuestas sugiere una renuncia a la individualidad, el deseo de un anonimato sin ego. Por momentos Virginia mostraba un desprecio swiftiano por la raza humana, adoptando el estilo lobuno y depredador sugerido por su apellido de casada. Así, los dos extremos opuestos de su personalidad -Woolf/Anon- se liberan, por fin, como genios de una botella. En todas sus obras de los años 30 se advierten rasgos de ira y renunciamiento; la sátira lobuna y la visión absoluta ya no aparecen suavizadas por el encanto; ya no existe la conexión con la "Ginny" adolescente, la hija de su padre.
Con la amenaza de la guerra constantemente presente y en aumento, la atmósfera de la década de 1930 alteró muchas de las anteriores suposiciones de Virginia; no sólo su conciencia de clase, sino también los objetivos artísticos que produjeron La señora Dalloway y Al faro se habían vuelto superfluos. La crisis puso a prueba sus valores y su personalidad, obligándola a otorgar un nuevo énfasis a los hechos mundanos y el mundo exterior, para establecer nuevos objetivos en respuesta a las presiones de los sucesos políticos. Como dijo mientras estaba escribiendo su siguiente libro, Los años , se había forzado a "romper todos los moldes" y encontrar una nueva forma de expresión más sintonizada con la conciencia social de su época.
El 29 de marzo de 1941,Virginia Woolf decide terminar con su vida llenando su abrigo con pesadas piedras y lanzándose al río de Ouse.
En enero de 1931, a la edad de cuarenta y nueve años, Virginia Woolf habló frente a un grupo de mujeres profesionales sobre su experiencia como escritora y sus intentos de matar al Ángel de la Casa. El ideal angélico, manifiesto en una famosa secuencia de poemas victorianos, era sinónimo de los estereotipos sexuales que seguían siendo dominantes en los años 30. Según el mito, las mujeres virtuosas vivían en un estado casi incorpóreo, elevándose etéreas sobre los impulsos animales y dedicando su vida al bienestar de la familia. Durante su juventud, explicó Virginia, en la última época del reinado de Victoria, todas las casas de clase media tenían un ángel guardián: podía ser un mueble o un objeto hogareño, las cortinas o las cómodas. A pesar de su aura moral, era un cuerpo útil que hacía las tareas domésticas con gran eficiencia, algo muy conveniente para el Señor de la Casa. El veredicto de Virginia sobre este personaje era al mismo tiempo agresivo y compasivo. El Ángel, sostenía ella, "era intensamente amable. Era inmensamente encantador. Era completamente generoso. Se destacaba en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba a diario. Si había pollo, se quedaba con la pata; si había una corriente de aire, se sentaba en ese lugar; en suma, nunca tenía una opinión o un deseo propio, sino que prefería estar de acuerdo con las opiniones o deseos de los otros. Por sobre todo -¿es necesario que lo aclare?- era puro". La condena aparece suavizada por el humor, pero la ira de Virginia inunda este triste catálogo de virtudes. Ese falso ideal la había perseguido durante su juventud, porque era el Ángel de sus padres. Ellos habían adoptado esos valores y habían aceptado la desigualdad de roles que prescribían, porque "en ese entonces era imposible lograr una relación verdadera entre hombres y mujeres". El Ángel había infectado sus vidas de irrealidad. En ciertos aspectos, esa falsedad empeoró después de la muerte de su madre, el primer año de la adolescencia de Virginia. Tras el mito de la virtud hogareña, acechaba la desagradable realidad de que su hermanastro mayor, George, la visitaba de noche en su cuarto para besarla y toquetearla. No había a quién acudir en busca de ayuda o consejo, ninguna escapatoria a la culpa y a la confusión sexual. El envejecido Leslie Stephen estaba demasiado embargado por su pena para advertir la angustia de Virginia. Cada vez más sordo e irascible, sometía a sus hijas a un chantaje emocional insistiendo en que siempre debía haber un Ángel en la casa, y que una de ellas debía heredar ese puesto. Virginia estaba azorada por la debilidad que había transformado a ese hombre, capaz de ser tan sensible, en una persona cruel y ciega a los sentimientos de los demás. Después de la muerte de su padre el Ángel se volvió más insidioso, y trataba de asfixiarla con su sabiduría convencional para evitar que ella pensara y escribiera con libertad, un ultraje ante el que ella se rebelaba con violencia. "Me volví hacia él y lo tomé por la garganta -le dijo a sus oyentes-. Hice todo lo que pude para matarlo. Mi excusa, si me juzgaran en un tribunal, sería que actué en defensa propia." Esta irónica viñeta no consigue dar cuenta de la dimensión y amargura de su lucha, que prosiguió hasta entrada la mediana edad y culminó con el esfuerzo por recrear el pasado en Al faro. En esa novela reconstruyó el mundo de su infancia y dibujó nítidos retratos de sus padres, con el objeto de aflojar el lazo con el que todavía la sujetaban. "Yo pensaba en él y en mamá todos los días -anotó en su diario-. Tenía una obsesión insalubre con ambos; y escribir sobre ellos era un acto necesario." La novela la ayudó a disipar la nostalgia, pero el Ángel, un ser ectoplasmático, regresaba a la vida, ya que "es mucho más difícil matar a un fantasma que a la realidad". Y el fantasma se vestía con disfraces sutiles, sin dejar de explotar la necesidad de aprobación paterna de Virginia. Su siguiente libro, Orlando, una biografía fantástica de su amiga Vita Sackville-West, era una especie de sonata fantasmal en la que su nuevo amor por Vita se fusionaba con el antiguo deseo de satisfacer a su padre. La historia de Orlando, que vive trescientos años y en el medio sufre un cambio de sexo, es a la vez una crónica de la literatura inglesa y una prueba de amor. La transformación del héroeheroína de hombre en mujer refleja la infusión del espíritu del padre de Virginia en el cuerpo de su amante lesbiana. La lógica onírica del libro dice: mi padre (representado por los clásicos ingleses, que él me enseñó a amar) y mi amante (la escritora aristocrática que desciende de nobles isabelinos) habitan un mismo cuerpo, felizmente unidos en la andrógina figura de Orlando. Tres años más tarde, enfrentándose a una nueva década luego de terminar Las olas, una novela austera que retrataba a su propio círculo de amigos y su ética colectiva, Virginia anunció con cierta confianza que el Ángel estaba, por fin, muerto. Ahora entraría en una fase en la que escribiría historias liberadas de nostalgia, yuxtaponiendo la era victoriana con la moderna, al constatar que la tiranía familiar de la primera había llevado al fanatismo político de la segunda. Ella reaccionaría ante el inestable clima político de los 30, escribiendo en defensa de la libertad en una época de campos de concentración. Las olas era una obra de transición, una novela marcadamente intelectual que asume la forma del "soliloquio" de seis amigos. Cuando se los ve en conjunto, el retrato grupal los presenta no como personajes convencionales sino como aspectos diferenciados de un único "ser humano completo": la visión de personalidades superpuestas sugiere una renuncia a la individualidad, el deseo de un anonimato sin ego. Por momentos Virginia mostraba un desprecio swiftiano por la raza humana, adoptando el estilo lobuno y depredador sugerido por su apellido de casada. Así, los dos extremos opuestos de su personalidad -Woolf/Anon- se liberan, por fin, como genios de una botella. En todas sus obras de los años 30 se advierten rasgos de ira y renunciamiento; la sátira lobuna y la visión absoluta ya no aparecen suavizadas por el encanto; ya no existe la conexión con la "Ginny" adolescente, la hija de su padre.
Con la amenaza de la guerra constantemente presente y en aumento, la atmósfera de la década de 1930 alteró muchas de las anteriores suposiciones de Virginia; no sólo su conciencia de clase, sino también los objetivos artísticos que produjeron La señora Dalloway y Al faro se habían vuelto superfluos. La crisis puso a prueba sus valores y su personalidad, obligándola a otorgar un nuevo énfasis a los hechos mundanos y el mundo exterior, para establecer nuevos objetivos en respuesta a las presiones de los sucesos políticos. Como dijo mientras estaba escribiendo su siguiente libro, Los años , se había forzado a "romper todos los moldes" y encontrar una nueva forma de expresión más sintonizada con la conciencia social de su época.
El 29 de marzo de 1941,Virginia Woolf decide terminar con su vida llenando su abrigo con pesadas piedras y lanzándose al río de Ouse.