MI MIOPE PREFERIDO

El libro de Meade, escrito "con la total desaprobación de Woody Allen", es justo y necesario y sorprendente, porque trata del Woody Allen persona que se oculta detrás del Woody Allen personaje. Ese personaje cuyo autor nos hizo creer que era exactamente igual a él, indivisible y merecedor de todo nuestro amor y admiración, algo parecido a lo que consiguió Charles Chaplin, otro gracioso e inteligente ángel caído.
Woody Allen es uno de esos íconos del siglo xx cuya sola figura -pensar en Freud, en Marilyn, en el Che Guevara- dice mucho más que varias toneladas de palabras. Un arquetipo. Para muchos un Shakespeare moderno a la hora de retratar su época, de pintar su aldea, Woody Allen es uno de los íconos de nuestros tiempos: el triunfo del alfeñique de 44 kilates sobre el músculo de Charles Atlas, el inteligente gracioso, el tipo feo y bajito con bellas y altas mujeres a su lado, el antihéroe de éxito, el cineasta que no transa con el sistema, el hermoso perdedor y, finalmente, el degenerado que le saca polaroids porno a la hija adoptiva de su mujer y manosea a su otra hijita, y traiciona a sus amigos y novias, y siempre se sale con la suya a la hora de redimirse y consagrarse como perfecto publicista de sí mismo. Pocas veces hubo alguien que respondiera más y mejor a la etiqueta de self-made man. Esa dirección sigue el libro de Meade: Woody Allen es un gran artista (lo que todos sabíamos) y una muy mala persona (lo que no nos atrevíamos a pensar muy en serio).
La importancia de The Unruly Life of Woody Allen -cuya autora se declara, de entrada, una impenitente fan del Allen director de cine y comediante- es que contribuye no a la demolición de un ídolo sino a su mejor y más íntima comprensión, a partir de lo que manipula en sus películas y esconde en sus entrevistas (según Meade, siempre realizadas bajo control del entrevistado y siempre a cargo de adoradores y amigos del sujeto en cuestión). Los días y las noches de Woody Allen conforman uno de esos raros casos en que la vida y la obra se confunden y nos confunden sin el menor escrúpulo ni compasión. De eso se trata y siempre se trató la condición artística y las intenciones del arte, es cierto; pero hay algo deliciosamente doloroso en haber sido víctima de las mentiras de Woody Allen durante tantos años felices y, por eso precisamente, sumergirse en la lectura del libro de Meade con una mezcla curiosa de sentimientos, con la sonrisa triste pero sonrisa al fin de quien comprende que ha llegado la hora señalada y quiere estar ahí -en primera fila y con la nariz pegada al libro- para ver qué pasa.
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La hora señalada de Woody Allen -su Día D, el principio de su fin- tuvo lugar el 13 de enero de 1993 cuando Mia Farrow descubrió un montoncito de fotografía

En ese sentido, The Unruly Life of Woody Allen funciona como uno de esos trabajos de restauración sobre un cuadro clásico que -¡sorpresa!- descubre paisajes insospechados, bocetos frágiles, apuntes oscuros y hasta entonces escondidos por la luminosidad de una pintura clásica e indiscutible.
Para empezar, una clave para la comprensión del Método Allen: "Todos mis defectos, fobias, neurosis y perversiones pueden ser, al fin y al cabo, un buen chiste en una buena película y, por lo tanto, convertirse en algo que dé risa. La capacidad de hacer reír ha sido considerada, desde el principio de los tiempos, como algo raro y valioso. ¿Por qué no llegar más lejos, entonces, y convertir mis partes tenebrosas en valores universales para que muchos puedan identificarse con ellos, conmigo?". Habría que agregar que Woody Allen funciona como virus contagioso porque hay más gente parecida a él -de algún modo es más fácil parecerse a él- que a, por ejemplo, Pierce Brosnan. Para parecerse a Woody Allen alcanza, pero nunca sobra, con ver una y otra vez sus películas y con actuar y hablar y pensar como Woody Allen (subrayo la obvia e insalvable diferencia entre el verbo parecer y el verbo ser); mientras que asemejarse a Pierce Brosnan es un poco más complicado y depende exclusivamente de la combinación de los genes de nuestros progenitores y de salir beneficiado en la rifa del número 007.
El atractivo y el mérito de Woody Allen reside en que es uno de los pocos artistas que se las ha arreglado para vender la inteligencia como una virtud, un elemento capaz de sustituir y hasta superar el atractivo físico en una época donde la imagen es lo más importante. Woody Allen se dedicó a construir su propia "buena imagen" a lo largo de películas que funcionan como astutas estrategias y brillantes publicidades de sí mismo. Así recorre Meade la filmografía de Woody Allen: como si se tratara de una autobiografía autorizada y pública que acaba cubriendo y confundiendo una biografía íntima. Annie Hall sería la visión lírica de su dolorosa separación de Diane Keaton (de la que en realidad, cuenta Meade, nunca se recuperó); Manhattan ilustra su conflictivo romance con Stancey Nelkin (una chica de diecisiete años y alto coeficiente intelectual); Interiores retrata la vida familiar de su segunda esposa (Louise Lasser) y Hannah y sus hermanas hurga en las miserias del Clan Farrow; Maridos y esposas se interna en la debacle de su idilio con Mia; Los secretos de Harry conforma su virulenta vendetta en clave contra la literatura y la vida del escritor judío y también automitologizador Philip Roth, archienemigo de años, quien sería el supuesto autor fantasma de las incendiarias memorias de Mia Farrow y quien en más de una oportunidad ha acusado a Allen de "vulgar y sentimentaloide en lo que a la condición del ser judío se refiere". Así se suceden, una tras otra, las versiones alternativas de las idas y vueltas que llevaron a un tal Allen Stewart Konigsberg -nombre que aparece en su partida de nacimiento- a inventar a Woody Allen. A su imagen y semejanza. Y convertirse luego en él.
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La cuestión es decidir si todo esto está mal. La respuesta es no. Pocos artistas no se han valido de su experiencia personal y la de su entorno para construir una cosmogonía que el tiempo y la perspectiva acabó solidificando como suya y nada más que suya. Hoy, el Londres victoriano e industrial de Dickens nos parece mucho más cierto que el que nos cuenta cualquier fotografía o periódico de entonces. Aspirar a lo universal implica reclamar el universo como algo propio. Lo que causa cierta incomodidad en el caso Allen es: 1) la patológica manipulación de los implicados -quienes son primero queridos, enseguida utilizados y tarde o temprano descartados por el artista- y 2) la adicción casi desesperada a ser Woody Allen. Uno de esos pactos fáusticos que siempre acaban resultando mefistofélicos: como un Doctor Jekyll sitiado por un Míster Hyde, como un ventrílocuo de carne y hueso gobernado por su muñeco de madera, Allen Stewart Konigsberg ya no puede dominar a Woody Allen. Desde esta perspectiva, la vida de Woody Allen se convierte en algo muchísimo más interesante aunque, también, en algo muchísimo menos admirable.
La primera parte del libro de Meade y de la vida de Allen está llena de detalles cuestionables y un tanto psicóticos. Su propensión al plagio del estilo de S. J. Perelman -guionista de las películas de los Hermanos Marx- en los cuentos que escribe para The New Yorker (y que le rechazan varias veces antes de empezar a publicárselos); su explotación nunca reconocida de colaboradores como el compaginador Ron Rosenblaum (responsable del brillante montaje de Robó, huyó y lo pescaron y de la estructura revolucionaria de Annie Hall cuando un desesperado Woody Allen no sabía qué cuernos hacer con todo el material filmado); su necesidad patológica de seducir a críticos con regalos, cenas, e

La segunda etapa de la vida de Allen es su llegada al cine y abarca los años entre 1968 y 1977 donde es un cómico puro, creador de películas graciosas e inteligentes -más graciosas que inteligentes-, que lo convierten en una nueva especie de humorista judío especialista en la parodia de géneros. En 1977, con Annie Hall, llegan los Oscar, la ruptura del cascarón de simple comediante y el arribo triunfal de Woody como personaje a la conciencia universal. Meade cuenta que, preocupado por la posibilidad de que no le dieran ninguno de los Oscar a los que estaba nominado, Woody Allen inventó eso del lunes y el clarinete y se vio obligado a perderse no sólo las fiestas de Hollywood sino cualquier otra que tenga lugar un lunes. A partir de entonces y hasta 1992, es el turno de esas altas y bajas que en ocasiones -Interiores, Comedia sexual de una noche de verano, Septiembre, Sombras y niebla- lo obligan a brotes esquizofrénicos à la Ingmar Bergman, su verdadero héroe y modelo de perfección. Homenajes: esa palabra que -según la crítica Pauline Kael- no es más que "un delito de plagio que tu abogado te dice que no puede ser llevado a juicio". Hasta que llegamos a los noventa, cuando Woody Allen (la criatura) se devora a Woody Allen (el creador) y ya no lo deja escapar.
Según Meade, toda película de Woody Allen no es más que una astuta traducción de su vida al cine, sólo que en el celuloide se deja mejor parado y en una posición de casi invulnerable pequeña grandeza. A veces actúa él de sí mismo y a veces llama a otros actores -John Cusack, Kenneth Branagh y, próximamente, Hugh Grant- para que "hagan un Woody". Meade se detiene estratégicamente en Maridos y amantes (estrenada luego del gran escándalo y presentando a un Woody Allen que, finalmente, se separa de su esposa "pasiva-agresiva", rechaza las tentaciones de la carne joven y se encierra a escribir su gran obra) porque allí tiene inicio el último y más oscuro período del cine de Woody Allen, donde el énfasis está puesto ya no en la consolidación del personaje sino en la redención metafórica de la persona. El período que se inicia con Maridos y amantes se caracteriza -según Meade- por películas que funcionan como soberbios SOS directamente dirigidos a sus más fieles seguidores. Misterioso asesinato en Manhattan es un retorno a la comedia amable y ciudadana de sus inicios apoyado en el retorno de la vieja socia Diane Keaton. Disparos sobre Broadway es (al igual que Dulce y melancólico -la película que se estrena en estos días en Argentina, con Sean Penn en el papel protagónico de un guitarrista de jazz que quiere ser Django Reinhardt-) la apología de esa tesis que dice que no importa ser un delincuente, un gángster, si se es un artista de corazón. Poderosa Afrodita es el grito de ¡hey, yo también soy un buen padre preocupado por mi hijo aunque sea adoptivo! Todos dicen Te Quiero esconde, bajo el disfraz de un musical itinerante, a un hombre maduro y solitario y sabio, mientras que Los secretos de Harry funciona como contraataque contra la intelectualidad judía y ridiculización de la figura del escritor, a la vez que defensa del derecho a utilizar material de primera mano, de robarles las vidas a aquellos que lo rodean porque, si no, para qué se acercan a él. Celebrity es un retorno al mundo pesadillesco en el que ya se había internado en Recuerdos -una de sus mejores, más profundas y definitivamente incomprendidas películas, donde todo parecía escrito y descrito con la caligrafía de una carta de odio a sus fans-, pero ahora observado desde el lado del fracasado, del hombre que quisiera ser Woody Allen y nunca va a poder serlo, pobre: no olvidemos que HELP! es la palabra escrita en el cielo de Manhattan con la que empieza y termina Celebrity.
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Dulce y melancólico -opus 30 de Woody Allen, y la película más costosa de toda su carrera, aunque su aspecto sea el de otro pequeño gran cuento como Zelig o Broadway Danny Rose- es uno de los picos más altos en toda su obra y, al mismo tiempo, aparece dotada de una rara humildad. Otra vez, como en sus últimas películas, hay un mensaje subliminal sobre el estado de las cosas. La tesis, esta vez, sostiene que un gran artista puede ser un enorme cretino pero, ah, miren cómo se transfigura cuando agarra su guitarra. En Dulce y melancólico (título que remite a cierto modo de tocar jazz), Woody Allen vuelve a valerse del formato falso documental -como en Robó, huyó y lo pescaron, Zelig y, parcialmente, en Maridos y esposas- para contar una historia. Pero ahora no es el turno de un ladrón fracasado, de un camaleón humano, ni de dos parejas en picada. Se trata de ensayar una suerte de jam-session alrededor de la figura de un tal Emmet Ray, guitarrista de jazz ensamblado con trozos de varios célebres y no tan célebres jazzmen de los años veinte. Un apócrifo músico (actuación magistral de Sean Penn, quien afortunadamente se niega a "hacer un Woody") que Allen hace verosímil porque ése es el único modo de conseguir una brillante reflexión sobre la naturaleza del arte y la posibilidad más de una vez probada de que un gran artista puede ser también un inmenso hijo de puta. Emmet Ray es una basura de tipo: ególatra, malvado, borracho, cafishio, fascinado por su propia miseria, feliz de hacer infelices a los que lo rodean. Pero Emmet Ray también es un ángel: cuando se cuelga la guitarra y se pierde y se encuentra en los rasgueos de "Limehouse Blues" o "Sweet Georgia Brown".
Organizada como una serie de viñetas autoconcluyentes -unidas por entrevistas a músicos verdaderos y falsos, entre los que se cuenta el propio Woody Allen, que conocieron u oyeron hablar de Ray y que no pueden ponerse de acuerdo sobre vida y obra de este hermoso horrible-, Dulce y melancólico acaba consiguiendo una narración más afinada y lírica que la de Zelig, donde los testigos (gente de la talla de Susan Sontag, Saul Bellow y Bruno Bettelheim), al ver la película, se sintieron utilizados y "estúpidos" y nunca volvieron a dirigirle la palabra. Tal vez incida el factor jazz en este juicio de valor: cierta musicalidad acaba impregnando la vida del personaje y traduciéndolo a una partitura fílmica de solos y variaciones sobre un mismo tema que se superponen hasta conseguir la calidad del pequeño gran milagro. Penn aprendió a tocar guitarra para ajustar su actuación y, aunque no sea él quien toca en la banda sonora del film, mueve los dedos con velocidad pasmosa sobre las cuerdas que corresponden. Sus desmayos recurrentes frente al legendario Django Reinhardt, sus cigarrillos colgando del labio, su forma de jugar al pool y su sinuoso andar, su espantoso vestuario, su pánico a la hora de tocar suspendido sobre una luna de papel, su necesidad de dispararles a las ratas y ver pasar los trenes, su romance con la muda, sufrida y busterkeatoniana Hattie (la actriz británica Samantha Morton, nuevo descubrimiento femenino de Allen y van...) hacen que, por una vez, el director con mayor insistencia y éxito a la hora de automitologizarse, se haga tiempo y espacio para construir otro mito a partir del mito propio: Emmet Ray es la necesidad de Allen de ser -de sentirse- un gran músico de jazz a la vez que una fuga hacia otra época y otro tipo de hombre al que todo se le disculpa. "Una forma clásicamente norteamericana de hacer memoria, de asentar los hechos", tal como declaró en Barcelona su retorno al formato falso documental para enfrentar una biografía tan contradictoria como la de Emmet Ray (o Woody Allen).
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Blues del hombre salvaje, aquel documental dirigido por Barbara Kopple sobre el Woody Allen músico, apenas esconde -según Meade- la necesidad de otra maniobra publicitaria y distractiva: mostrar que el otro Woody es el mismo Woody, porque todo y todos -desde sus padres hasta Soon-Yi- responden obedientemente a lo que él venía diciendo y mostrando sobre su persona en las películas que dirigía. El experimento salió mal, o demasiado bien. Está todo pero parece ruidoso, irritante: Woody Allen apenas dirigiéndoles la palabra a sus músicos; Woody Allen soportando los maltratos y agudezas de una Soon-Yi despreocupada de que se note que, a diferencia de lo que se dijo, su coeficiente intelectual es más bien bajo; Woody sufriendo los gritos de su madre; Woody Allen dando vueltas por Europa -más agrio y deprimido que dulce y melancólico- con cara de qué he hecho yo para merecer esto.
Al final de su libro, Meade propone la contracara de ese documental. Enumera datos de esos que producen cierto delicioso horror: sus mentiras a Mia Farrow (Allen le dijo que tenía sida para no tener que hacer el amor con ella), sus crisis de impotencia, sus fantasías suicidas, su pasividad curiosa ante los extraños métodos educativos de la Farrow, su relación casi simbiótica con su amiga y ahora productora Jean Doumanian (considerada insoportable por el tout Manhattan), su agónico renacimiento como tipo asqueroso dentro del inconsciente colectivo de su país -donde ya casi nadie va a ver sus películas por más que aparezca Leonardo Di Caprio- junto a gente como O. J. Simpson, la madame hollywoodense Heidi Fleiss y el polimorfo y perverso Michael Jackson.
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En Recuerdos, Sandy Bates -el director de cine cómico interpretado por Woody Allen- decía: "No puedes controlar tu vida. Sólo el arte y la masturbación pueden ser controlados. Dos áreas en las que soy un experto absoluto". Luego de trabajar varias veces a sus órdenes,

Maravilloso y genial para unos, insoportable y odioso para otros, Woody Allen es, no obstante, una incuestionable personalidad cinematográfica. Un intelectual cultivado. Un hombre-orquesta capaz de mantenerse vigente por más de cuatro décadas mediante múltiples juegos de inteligencia.
Sus detractores, sin embargo, siguen negándole la sal y el agua. No hay que exagerar. Deben concederle al menos que es el primer realizador que hace cine desde el diván del psicoanalista.
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