LA CASA DE LAS DAGAS VOLADORAS
Si le hacemos caso a Deleuze, y coincidimos con él en que la historia del cine es un prolongado martirologio , habría que decir que la historia del cine chino corresponde al paroxismo de tal afirmación. En efecto, de las llamadas “Cinco Generaciones del Cine Chino”, sólo dos parecen haber escapado a los regímenes totalitarios que sofocaron casi cualquier tipo de creación artística ajena al programa oficial propagandístico; la primera, que abarcó desde comienzos del siglo XX hasta el inicio de la invasión japonesa (1931) y la última, aún vigente, marcada por el aperturismo impulsado por Deng-Xiaoping, que entre otras cosas permitió que la Escuela Oficial de Cine de Pekín reabriera en 1978. De esta promoción surgen los cineastas más interesantes de la quinta generación, ente ellos Chen-Kaige, quien logró renombre gracias a su primera película, Tierra Amarilla, estrenada el año 1984.
Por esta cinta Zhang Yimou recibió un premio a la mejor dirección de fotografía, distinción que había obtenido ya en 1982 por el filme Uno y Ocho, del director Zhang-Chunchao .
Esta de más decir que pocos años después, Zhang Yimou se convirtió, ya como director, en el cineasta más importante de la llamada “Quinta Generación del Cine Chino”.
Muchos quizás hoy no conservan en el recuerdo aquellas bellas primeras cintas de Yimou; Judou, Sorgo Rojo, La Linterna Roja. Cuesta más aún recordarlas si en la memoria está fresco el centelleo de Hero. En su última entrega, La Casa de las Dagas Voladoras, ya no nos quedan dudas; aquel Zhang Yimou embelesado con la belleza introvertida de su otrora musa, Gong Li, no volverá. En cambio está este otro, apagado como autor, pero rabiosamente encendido en cuanto a su imaginario, casi como un adolescente que ha encontrado nueva chica. Y la tiene, y resulta que es la popular de la clase; la deslumbrante Zhang Ziyi. Ella hace juego con el brillo de las espadas y las dagas, con la naturaleza lustrosa y tirante, porque como ella todo debe ser brillante y turgente, como una gota de agua o sangre furiosa que ataca.
Nadie más que el propio Yimou puede comprender su propio proceso. Quizás ni el mismo lo comprenda. Aunque tal vez no haya nada que entender. Las cosas sucedieron simplemente. Por un lado, la atormentada niñez y juventud de Yimou, vivida en plena instauración de la República Popular China, discriminado por sus parentescos Nacionalistas, enviado a trabajar como peón en el campo bajo míseras condiciones durante la Revolución Cultural de 1966, rechazado en principio de la Escuela de Cine por ser demasiado viejo, etc…realmente un martirologio para un tipo que se convierte en el propio héroe de su vida. Y a nivel generacional, tras esa catártica etapa de querer denunciar al mundo exterior el horror de la represión Maoísta en películas como “Adiós a mi Concubina” (Chen Kaige), viene una natural apropiación de aquellos temas que hasta entonces habían sido prohibidos por ser considerados contrarrevolucionarios. Es decir, cine de entretenimiento, burgués, feudal, fantástico. Sumémosle a esto el imparable crecimiento de China como potencia económica y empezaremos a entender porque La Casa de las Dagas Voladoras es la consecuencia lógica en la filmografía de un director que tal vez fue prematuramente considerado como autor.
En efecto, Yimou es un artesano, quien luego de experimentar con un cine (al parecer) propio, ha vuelto a su originaria condición de ejecutor a encargo. Primero fue en la dirección fotográfica y ahora lo hace dirigiendo un producto claramente vinculado a sus productores.
La Casa de las Dagas Voladoras se presenta entonces como una película óptima para desplegar el oficio. Un trama simple, protagonistas reconocibles y taquilleros (tanto como pueden serlo actores asiáticos), la posibilidad de desafiar cualquier verosímil en beneficio de una visualidad pletórica en movimientos , un tipo de cine en el que hasta la acción de revolver una taza de té es propicia para armar una coreografía exquisitamente nula, encantadoramente superficial. Pero también un cine en el que los protagonistas, los verdaderos personajes, quedan presos bajo las condicionantes estéticas de una diégesis cosificada, en sus vestuarios, en sus maquillajes, en los encuadres perfectos, en el color que, cuidadosamente elegido, les acompaña en cada tramo de su viaje. Es esta la verdadera cárcel, a esto es a lo que están atados y no a sus sentimientos y lealtades, como supone la historia de amor entre la miembro de Las Dagas Voladoras y el espía imperial. En síntesis, una película que seduce pero que no enamora, y por lo tanto eventualmente infiel; un producto ideal de exportación, especialmente dirigido para el ojo que espera una pantalla llena, exuberante, henchida.
Mejor, tal vez, pensar en esta película como la revancha de alguien que logró brillar, por sí solo, entre 2 mil millones de almas.
Por esta cinta Zhang Yimou recibió un premio a la mejor dirección de fotografía, distinción que había obtenido ya en 1982 por el filme Uno y Ocho, del director Zhang-Chunchao .
Esta de más decir que pocos años después, Zhang Yimou se convirtió, ya como director, en el cineasta más importante de la llamada “Quinta Generación del Cine Chino”.
Muchos quizás hoy no conservan en el recuerdo aquellas bellas primeras cintas de Yimou; Judou, Sorgo Rojo, La Linterna Roja. Cuesta más aún recordarlas si en la memoria está fresco el centelleo de Hero. En su última entrega, La Casa de las Dagas Voladoras, ya no nos quedan dudas; aquel Zhang Yimou embelesado con la belleza introvertida de su otrora musa, Gong Li, no volverá. En cambio está este otro, apagado como autor, pero rabiosamente encendido en cuanto a su imaginario, casi como un adolescente que ha encontrado nueva chica. Y la tiene, y resulta que es la popular de la clase; la deslumbrante Zhang Ziyi. Ella hace juego con el brillo de las espadas y las dagas, con la naturaleza lustrosa y tirante, porque como ella todo debe ser brillante y turgente, como una gota de agua o sangre furiosa que ataca.
Nadie más que el propio Yimou puede comprender su propio proceso. Quizás ni el mismo lo comprenda. Aunque tal vez no haya nada que entender. Las cosas sucedieron simplemente. Por un lado, la atormentada niñez y juventud de Yimou, vivida en plena instauración de la República Popular China, discriminado por sus parentescos Nacionalistas, enviado a trabajar como peón en el campo bajo míseras condiciones durante la Revolución Cultural de 1966, rechazado en principio de la Escuela de Cine por ser demasiado viejo, etc…realmente un martirologio para un tipo que se convierte en el propio héroe de su vida. Y a nivel generacional, tras esa catártica etapa de querer denunciar al mundo exterior el horror de la represión Maoísta en películas como “Adiós a mi Concubina” (Chen Kaige), viene una natural apropiación de aquellos temas que hasta entonces habían sido prohibidos por ser considerados contrarrevolucionarios. Es decir, cine de entretenimiento, burgués, feudal, fantástico. Sumémosle a esto el imparable crecimiento de China como potencia económica y empezaremos a entender porque La Casa de las Dagas Voladoras es la consecuencia lógica en la filmografía de un director que tal vez fue prematuramente considerado como autor.
En efecto, Yimou es un artesano, quien luego de experimentar con un cine (al parecer) propio, ha vuelto a su originaria condición de ejecutor a encargo. Primero fue en la dirección fotográfica y ahora lo hace dirigiendo un producto claramente vinculado a sus productores.
La Casa de las Dagas Voladoras se presenta entonces como una película óptima para desplegar el oficio. Un trama simple, protagonistas reconocibles y taquilleros (tanto como pueden serlo actores asiáticos), la posibilidad de desafiar cualquier verosímil en beneficio de una visualidad pletórica en movimientos , un tipo de cine en el que hasta la acción de revolver una taza de té es propicia para armar una coreografía exquisitamente nula, encantadoramente superficial. Pero también un cine en el que los protagonistas, los verdaderos personajes, quedan presos bajo las condicionantes estéticas de una diégesis cosificada, en sus vestuarios, en sus maquillajes, en los encuadres perfectos, en el color que, cuidadosamente elegido, les acompaña en cada tramo de su viaje. Es esta la verdadera cárcel, a esto es a lo que están atados y no a sus sentimientos y lealtades, como supone la historia de amor entre la miembro de Las Dagas Voladoras y el espía imperial. En síntesis, una película que seduce pero que no enamora, y por lo tanto eventualmente infiel; un producto ideal de exportación, especialmente dirigido para el ojo que espera una pantalla llena, exuberante, henchida.
Mejor, tal vez, pensar en esta película como la revancha de alguien que logró brillar, por sí solo, entre 2 mil millones de almas.
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